El nombre. El personaje. Miles Davis es el nombre del jazz. Este hombre que parece pequeño y frasea mientras el tiempo huye sigue siendo la mejor opción para que un neófito se entere de lo que es el jazz, el bebop o lo que sea eso que sonó durante los cincuenta y que arrastró a blancos y negros por los primeros pasos de lo que ha llegado a ser la música universal. Un trompeta misterioso y divo, muy divo, que supo manejar la fina linea que separaba la nueva percepción y los pecados que había que evitar en su contacto. Por eso, estos casi seis minutos son una buena aproximación a un mundo lleno de humo.

Asombra lo rápido que puede sonar una trompeta, como puede alguien tener la disciplina respiratoria para hacerla sonar de esa manera. Este personaje raro y esquivo como pocos tiene ese aura de iluminado que podría representar Camarón en el flamenco. Miles Davis, que debutó con Charlie Parker y Dizzy Gillespie cuando tenía 18 años fue absorbiendo primero (sólo se llevaba seis años con Parker) para explotar diez años después con los jazzmen de Nueva York en lo que se llamó el nacimiento del cool-jazz. Entre medias su tiempo en Blue Note y esta composición del malogrado Bud Powell grabada junto a oscuros músicos en los que sólo destacó con el paso del tiempo el energético Art Blakey a la batería. Este Art Blakey acabó siendo una especie de profeta con una banda de jóvenes promesas y así lo ví en un Festival de Jazz de San Sebastián en los 80, recién llegado desde Ceuta,dándole mil vueltas a un soporífero Gato Barbieri. Pensaba que el jazz era una cosa de la generación anterior y fuí un veintegenario de viaje que vió documentales de jazz por las mañanas, escuchó jazz en vivo en los bulevares, se paseó por San Sebastián y se dió cuenta de que un festival de jazz puede ser tan excitante como uno de rock. Hasta entonces debo reconocer que lo más cerca que estuvé del jazz fue leyendo a Kerouac. Y lo lamento.

El lado peligroso del jazz

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